El Esterotipo del abogado
¿Puede alguien sentirse orgulloso de ser abogado? A simple vista podría parecer que no. Es un hecho patente, sin discusión y evidente, que la historia de la profesión jurídica, está llena de abogados mercenarios, cuando no corruptos, que venden sus conocimientos al mejor postor, y a veces también a la contraparte, como sofistas de la justicia. Con frecuencia escuchamos juicios inmisericordes sobre la persona y la profesión del jurista. Se dice que la forma de identificar a un abogado en el periférico no es muy difícil, ya que basta con descubrir a quien transita en un coche “gris rata por fuera y vino por dentro…”. Se dice también que el abogado se parece al canguro porque ambos son unas “ratotototas” enormes… Ante estos estereotipos, de cara a la sociedad, quizá ganados a pulso por algunos mercenarios de la profesión, tal parece que la pregunta de si alguien puede sentirse orgulloso de ser abogado, pudiera parecer o por lo menos rozar lo que pudiera denominarse como un ejercicio de cinismo. ¿De qué puede sentirse orgulloso un abogado? Y yo ciertamente responderé que de la profesión, del papel que el derecho juega en la sociedad, aunque concedo que no necesariamente se puede estar orgullo de algunos de aquellos que la ejercen.
Soy consciente de que el tema que me propongo abordar es un tema que puede adoptar múltiples puntos de vista y aceptar muchas soluciones. Como cuando Kelsen habla de la justicia y llega a la conclusión de que cada quien tiene su propia definición y por tanto no es un tema científico. Tal vez aquí, como en tantos campos de la vida, cada quién externará su veredicto conforme a los resultados que tenga, o a la vinculación que haya establecido con profesionales que se dediquen a esta actividad. Según esto, cada uno hablará de los abogados “como le haya ido en la feria”, aunque podría decirse con mayor precisión… “con la feria”.
En lo personal, me he propuesto abordar el tema de manera general, tocando el asunto de la profesión del abogado y su importante función en la vida social; hablaré más bien del derecho y el papel que juega en la sociedad. Soy consciente que desde el punto de vista particular la respuesta puede ser diversa, la perspectiva distinta y el resultado totalmente contrastante. El abogado es el que conoce de la función pública, sabe de leyes y pudiera defenderte. Como a los médicos, se les consulta en las reuniones y no falta quien tenga un problema que requiere urgente solución que reclama el sabio consejo de un abogado.
Entiendo también que el método inductivo lleva con frecuencia a las personas a generalizar sus experiencias; en este caso, de las desafortunadas relaciones que se han tenido con abogados concretos se concluye que todos los abogados son corruptos, ineficientes y tranzas. Desde el punto de vista lógico, tengo por seguro que las generalizaciones que resultan del método inductivo, en la mayoría de los casos, son afirmaciones precipitadas y sin fundamento en la realidad. En última instancia, las generalizaciones son los juicios más difíciles de probar porque una sola excepción invalida el juicio implacable que se predica de “todos”. Por ello, las generalizaciones, en la mayoría de los casos son injustificadas y poco sostenibles en la realidad. Sabemos que una golondrina no hace verano, aunque tenemos la experiencia también de que cuando comienzan a revolotear las golondrinas en el cielo, es que ya se acerca el estío. Como dice el refrán, cuando el río suena es porque agua lleva. En todo caso, quien podría entrar en nuestro auxilio es la estadística y con base en ella, podemos afirmar que son infinitamente mayores las ocasiones en las que el derecho y los abogados actúan correctamente; lamentablemente lo que se registra es solamente lo negativo, lo anormal, lo atípico, pero no lo cotidiano, lo eficiente, lo ordinario…
A pesar de que se ha tratado de identificar al derecho como la búsqueda de la justicia, prevalece la imagen de la diosa ciega y mutilada. Por ello, se ha dicho, no sin cierto tono de ironía que no habrá espacio para un abogado en el cielo, mientras haya espacio para uno más en el infierno. Poca esperanza tenemos, pues, los profesionales del derecho que consideramos y queremos a nuestra profesión, los que tenemos vocación para ejercerla y compartirla y quienes sabemos que sin derecho, sin abogados que creen las leyes, las apliquen y las interpreten e integren, no es posible la vida en la sociedad, porque en ella necesariamente surgen los conflictos, como consecuencia de la libertad; el derecho ofrece un cauce coactivo, firme y estable para la solución de los conflictos.
El problema sin duda se ha complicado en nuestro tiempo, sobre todo cuando de leyes fiscales se trata porque hemos cedido la confección de las leyes a los contadores y en lugar de una técnica depurada para confeccionar las leyes, henos caído en la casuística y en las enumeraciones imprecisas y tediosas que permiten la aplicación del principio de que quien hace la ley, hace la trampa adicionalmente, el fárrago de la redacción de las leyes fiscales es el resultado de que los abogados le tenemos miedo a las cuentas, pero, que me perdonen mis amigos contadores, ellos sí dominan los cargos y los abonos, pero quienes han redactado las leyes fiscales carecen de claridad y corrección idiomática y gramatical.
El orgullo de ser abogado.
Hace un tiempo, de improviso, la dirección del departamento de Derecho de una institución educativa en la que prestaba mis servicios, me pidió que sustituyera a la titular de una materia en la clase que regularmente impartía. Súbitamente, ante una urgencia familiar, verdaderamente apremiante, la titular de la materia tuvo que salir del país. Lo imprevisto de la situación familiar, ocasionó que no se me proporcionara el temario, ni se me indicara, por lo menos el grado de avance de la materia, ni mucho menos el tema que me correspondía abordar en la clase que me tocaba cubrir. Sin embargo, había que dar la clase, estar con los alumnos, hablar frente a ellos durante una hora y media, sobre la materia que estaban estudiando.
Era como lanzarse al ruedo sin capote. Sabemos que, en la fiesta brava, con cierta frecuencia, temerarios y valientes espontáneos se lanzan al ruedo arriesgando su integridad física; no pocos han quedado mutilados o marcados para siempre, ostentando en la piel o en sus articulaciones su atrevimiento. Lo hacen solamente por sentir de cerca las astas del toro, por desafiar al peligro y enfrentar a la muerte. En mi caso la clase que debía impartir sin conocimiento ni preparación previa, no era espontaneidad sino obligación, y mi intervención no consistía en darle unos cuantos pases al “enemigo” antes de ser retirado violentamente por los vigilantes de la plaza, sino abordar un tema jurídico y continuar la temática que la maestra ausente había estado abordando con regularidad o encontrar una salida digna. Dar una clase, estoy seguro que no reviste el peligro físico que entraña la osadía del espontáneo lanzado al ruedo, pero desde luego que sí representa un peligro mucho mayor para un maestro que deberá seguir en la institución que lo acoge y tarde o temprano se enfrentará de manera regular al grupo que lo tuvo como huésped transitorio. Una clase puede dejar la imagen y el orgullo de un maestro más maltrecha que el cuerpo de un espontáneo zarandeado por la corpulencia de un toro. Por ello, mi reto no era una situación pasajera de poca monta, sino un reto, no por imprevisto, menos trascendente. En cualquier caso, los maestros debemos dejar siempre en nuestros alumnos una inquietud, una serie de interrogantes que los muevan a encontrar respuesta. Yo me propuse hacer unas reflexiones en torno a la actividad jurídica y el papel que ha jugado y juega el derecho en nuestra sociedad.
¿De qué hablar? ¿Qué tema abordar que despertara el interés en los alumnos? ¿Qué postura adoptar ante la situación de emergencia? Desde luego, la postura más fácil hubiera sido dejarles una actividad, hacer a los alumnos que formaran equipos de discusión y obligarlos a que me hicieran un reporte; pero yo quise aprovechar el momento para abordar un tema que les interesara y que formara parte de sus preocupaciones vitales. Poco a poco se fue imponiendo la inquietud de los estudiantes por lograr la identificación con una profesión tan desprestigiada y vilipendiada, en muchos de los casos sin razón, pero en otras ocasiones, no puede negarse, con fundamento en la realidad.
Desde luego el interés de los alumnos ve siempre hacia el futuro, y tienen siempre una inquietud ética derivada de la actividad a la que pretenden dedicarse. Para ellos, el ejercicio jurídico parece desconocido. El derecho no es algo abstracto, son abogados de carne y hueso que conocen y que ejercen su profesión. Algunos que pierden juicios, extravían expedientes o son expertos en chicanas. Otros que entienden lo que es la “majestad” del derecho y la enorme trascendencia del papel que juega en la sociedad. Por ello buscan aquello que les marque el rumbo, el horizonte hacia el cual deban tender en sus afanes y esfuerzos.
Quedó claro en mis primeras conversaciones con los alumnos, que había por lo menos un sentimiento de duda y vergüenza sobre la profesión, que había una especie de aceptación tácita de que entre algunos abogados prevalece la falta de ética, la corrupción y la tranza. Por ello propuse que abordáramos un tema posiblemente impensable para los futuros abogados. Me planteé la posibilidad de tratar el tema de “el orgullo de ser abogado”. La misión, pues no parecía nada fácil. Por un lado estaba la certeza del ejercicio indebido, tal vez más frecuente de lo que queremos aceptar, y por el otro lado se encontraba la necesidad imperiosa de darle una justificación a nuestro deseo imperioso de ejercer con ética una profesión. Si queremos ser abogados es porque consideramos que la profesión es buena y útil para la sociedad. No nos mueve solamente el afán mercantil de la obtención de un lucro para asegurar la subsistencia que, por lo demás, es cada vez más distante en este mundo de competencia y sobreoferta.
Ante la opinión generalizada de la fama de los abogados; debo contestar que las excepciones no invalidan la regla. Aceptando que hay algunos corruptos, no se puede seguir que todos son corruptos. Porque haya algunos médicos corruptos, no podemos afirmar lo mismo de todos los médicos, menos aún de la medicina. Así como hay médicos mercenarios, aquellos que cuando uno los visita lo colocan al borde de la tumba, le mandan una enorme cantidad de estudios y opiniones de amigos que lo único que pretenden es exprimir al paciente, y no por ello podemos decir que todos los médicos sean así, y mucho menos la medicina; así, aún aceptando que hay abogados corruptos, no podemos generalizar la experiencia a todos los abogados y mucho menos al derecho. Así como en otros campos de la ciencia y de la técnica hay científicos y técnicos que no aplican correctamente su ciencia, así los hay en derecho. Si en esos casos no es posible desacreditar la ciencia o la técnica de que se trate, tampoco se puede desacreditar al derecho.
Derecho y sociedad.
La razón más importante para sentirse orgullo por el ejercicio del derecho, es simplemente, porque sin él no sería posible la vida en sociedad. Porque, como dice el adagio latino, “ubi societas ibi ius”. Donde hay sociedad, hay derecho. Kelsen identificó al Estado con el Derecho. Creo que el Derecho es mucho más que el Estado, con ser éste una de las instituciones más importantes de la sociedad. El derecho, sabemos, regula la conducta externa, la que tiene que ver con el respeto a los demás, con la protección de la vida, del patrimonio, del honor, de la imagen, la participación cívica, política y económica. Está en todos los ámbitos de la vida individual y colectiva El derecho ha jugado y juega un papel indispensable en la sociedad.
Sin derecho no se puede vivir en sociedad. La convivencia social es un hecho observable, palpable, es decir, tenemos sociedad, tenemos convivencia, podemos aspirar a satisfacer nuestras necesidades comunitarias e incluso individuales. En ocasiones el Estado se plantea a través del derecho la satisfacción de las necesidades más apremiantes de la sociedad tales como las de la defensa de las amenazas externas y de la seguridad interna, así como las de impartición de justicia por medio del aparato judicial. El hecho de que la convivencia social se de en la realidad, es una prueba de que, en la medida en que el Ser Humano es libre, el derecho funciona, es efectivo, aún cuando se debe reconocer que es un instrumento imperfecto, como todos los creados por el ser humano. El reto, el desafío, es hacerlo efectivo, que verdaderamente sirva para disuadir las conductas contrarias a las leyes consagradas por las instituciones establecidas para ello.
En muchas ocasiones afirmamos que las normas están correctas, solamente que no se cumplen. A ello debemos responder que no es problema del derecho sino de la naturaleza humana y de la impunidad. La mente humana crea el derecho, que es condición de sobrevivencia, el ejercicio inadecuado solamente es consecuencia de nuestra libertad. En la medida en la que los seres humanos seamos capaces de decir no a las normas, en esa medida seguiremos siendo libres, pero a la vez seremos capaces de infringir las normas. Es loable lo que han hecho y siguen haciendo los juristas a lo largo de la historia. Las normas son reglas de comportamiento social que permiten establecer patrones de comportamiento efectivo y funcional, no para una, sino para múltiples ocasiones, de manera general y abstracta. El precepto jurídico de que comete el delito de homicidio quien prive intencionalmente de la vida a otro, es una norma fundamental para la vida en sociedad. Lo mismo, el precepto que nos manda respetar las propiedades, posesiones y derechos de los demás. Como estos preceptos, hay millones de normas que facilitan la vida social y que lo hacen de manera preventiva.
El reto del derecho.
Ciertamente el problema no radica en el hecho de si el derecho es correcto, si el derecho objetivo establecido en normas es funcional o está bien hecho, sino en la aplicación y adecuación de las normas a la sociedad. Es una carrera que nunca termina. La sociedad va evolucionando y pide que el derecho le siga el paso, aunque sabemos que invariablemente el Derecho va detrás de los cambios económicos y sociales. El derecho tiene frente a sí el reto de regular y observar los cambios en la sociedad. No es un asunto de poca monta que aún con imperfecciones se logre cumplir los objetivos y que el derecho regule adecuadamente la infinita variedad de actividades y actos de la más diversa índole que realiza la sociedad. Ciertamente, el desafío consiste en hacer bien las normas dotándolas de los mecanismos idóneos para su aplicación en el momento en que se requieren y, en muchas ocasiones, los procedimientos establecidos y los enfrentamientos políticos, imposibilitan el camino que debe seguirse para lograr una regulación más efectiva.
El hecho de que la sociedad, por norma general funciona, y que de la infinita multitud de situaciones jurídicas en las que el ser humano se ve envuelto a diario se realicen correctamente, aunque de manera imperceptible, no es sino una prueba de que el derecho funciona adecuadamente. “Contra facta non argumenta sunt”. Contra los hechos no hay argumentos. La regla es que el derecho funciona, la excepción es que el derecho tiene problemas o funciona inadecuadamente. La aplicación del derecho se realiza de manera espontánea o convencida por la coacción que está presente en caso de incumplimiento de la norma. Por ello se puede decir y afirmar con certeza que son infinitamente mayores los casos de cumplimiento de las normas y la aplicación del derecho, que los casos de quebrantamiento de las normas. ¡Qué duda cabe que hay que mejorar!, pero el hecho de que haya algo por hacer, no representa un motivo de desaliento, sino un incentivo para la acción. Ahí es donde debemos concentrarnos como abogados orgullosos de nuestra profesión. Sin duda, el derecho, desde su nacimiento, se ha basado en el elemento coactivo, sin embargo, desde el código de Hammurabi ya se encuentra una dimensión positiva del cumplimiento del derecho que no ha sido debidamente aprovechada por nuestra cultura jurídica occidental.
El derecho es un producto, fenómeno, y, además, hecho social, que se manifiesta bajo la forma de un conjunto de reglas sociales, aseguradas por un mecanismo de coacción socialmente organizado, que traduce las exigencias de una comunidad determinada, encaminada a ordenar y dirigir la conducta de los Seres Humanos.[1]
El derecho y el humanismo.
El derecho comparte con el ser humano su naturaleza y por tanto no es perfecto. Va de la mano con la grandeza y la debilidad del ser humano mismo. Es el resultado del ejercicio de la libertad y no una consecuencia de la necesidad. Donde no hay libertad para actuar no hay derecho. Donde el ser humano está totalmente predeterminado no puede haber espacio para la elección. Solamente en los casos en que está latente la posibilidad de no cumplir con la norma, tiene sentido el derecho; haber logrado lo anterior, es producto de la ciencia jurídica y por tanto, es un logro del derecho del cual podemos estar orgullosos. El derecho es, pues, una de las profesiones más humanas, con todo lo que ello significa, comparte con el ser humano sus grandezas y miserias.
Sin embargo, podemos afirmar con toda certeza que, sin derecho, los avances de la ciencia no habrían sido posibles. La vida económica, impensable. Las libertades del aire permiten que aviones de otros países surquen el territorio de otros países en la búsqueda de la ruta más corta y eficiente. En caso de no existir estas libertades del aire, reguladas por el derecho internacional, no sería posible la navegación aérea. Se tendría que rodear de manera ineficiente y aún así, el acceso a otros países sería imposible. ¿Nos podemos imaginar el caso de un viaje de Londres a Roma en un escenario en que no pudieran cruzar los aviones a través del espacio aéreo francés o suizo? Ello es posible, sólo como un ejemplo de los múltiples que pueden aducirse de que sin derecho no hay ciencia. No hay cómo proteger las invenciones de los científicos y técnicos y no hay tampoco manera de llevar a la realidad los descubrimientos científicos.
Ciertamente, a veces perdemos la dimensión de lo que significa el derecho para la sociedad. Sabemos que regula nuestra vida desde el nacimiento hasta la tumba, nos da identidad y nos permite defender la propiedad. Nos da la dimensión humana en toda su crudeza, por ello las normas jurídicas establecen principios tan importantes como el de que quien cause injustamente un daño debe repararlo[2]. El derecho es una ciencia y una técnica eficiente. Así, podemos decir que “aparece claro que la invención o descubrimiento de la representación de una persona física o moral por otra, ha sido tan decisiva para el desarrollo político de Occidente y el mundo, como lo ha sido también, para el desarrollo técnico de la humanidad la invención del vapor, la electricidad, el motor de explosión o la fuerza atómica. Un gobierno es siempre indispensable para una sociedad estatal organizada. Pero fue la técnica de la representación la que hizo posible la institución del parlamento como un detentador del poder separado e independiente del gobierno. La independencia de los tribunales fue el complemento lógico de todo un sistema de titulares del poder independiente entre sí. Sin la introducción del principio de representación, el poder político hubiese permanecido monolítico indefinidamente” y la democracia sería una quimera. Sin la representación, el poder que ejercen las personas físicas a nombre de las personas morales, tampoco sería posible la vida económica.
En el mundo de los negocios ¿qué sería de la vida económica si no se hubiera inventado la persona moral, sujeta de derechos y obligaciones independientes de las personas físicas que la integran? Simplemente la vida económica como la concebimos actualmente sería impensable.
Ciertamente, el orgullo por ser abogado es un orgullo que compromete a cada uno de nosotros, a ser cada vez mejores en la ciencia y en la técnica jurídicas, así como en su aplicación. Si los abogados tenemos como materia prima el deber ser, ese mismo deber ser es el que debe guiar nuestras acciones para sentirnos orgullosos de ello. Pero, el Derecho no es relevante sin abogados que hagan leyes, las apliquen y las enseñen, por ello, es preciso estar orgullosos de ser abogados.
[1] Serra Rojas, Andrés. Teoría del Estado, 12ª. Ed., Porrúa, México, 1993, pág.230.
[2] García Maynes, Eduardo. Lógica del raciocinio jurídico, Fontamara, México, 1994, pág 7